lunes, 17 de noviembre de 2008

UN VIAJE FATAL

La verdad no sé si lo que sigue sea una anécdota familiar, pero es un relato que mi papá y yo siempre contamos en las reuniones familiares.

Estábamos camino a Manizales, íbamos al parque nacional los nevados, mi padre y yo, como era costumbre viajamos solos, aunque en esta ocasión y  no sé por qué motivo, nos hacia compañía un sacerdote.
El viaje era largo, pero ya estábamos cerca a nuestro destino, en el aire se percibía el aroma de los nevados.

Una leve llovizna rodeo la camioneta en la que viajábamos, una Ford Bronco de color blanco, y estábamos a aproximadamente 2.800 metros sobre el nivel del mar.

Todo el viaje había sido muy tranquilo hasta que, en una curva, la camioneta se deslizó y dio varios giros, las cámaras, los micrófonos y demás equipo que transportábamos nos golpeaban y rebotaban por todos lados.
El ruido que producía la fricción de la llantas con el pavimento era insoportable, pero todo quedo en silesio cuando mi papá gritó:

-¡Jueputa!, ¡Nos fuimos!

En ese momento sentí que no saldríamos con vida y solo me imaginaba como reaccionaria el resto de la familia con una tragedia de ese tipo.

De repente la camioneta se detuvo. Nuestros cuerpos, al igual que títeres parecían incapaces de moverse a voluntad.

Al abrir los ojos me di cuenta que el carro estaba inclinado hacia atrás, al salir del mismo, nos quedamos asombrados al ver que estábamos al borde de un precipicio de por lo menos, 50 metros; la caída había sido detenida por un montón de tierra y arena, justo al lado de un muro de contención, además las llantas delanteras habían quedado suspendidas en el aire.

Las plegarias del sacerdote no se hicieron esperar, le agradecía a Dios por salvarnos y finalmente un camionero engancho la camioneta y la alejo de vacío. Seguimos nuestro camino mientras tratábamos de asimilar lo que había sucedido.

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