jueves, 29 de mayo de 2008

GOLPES Y TROPIEZOS

Las caídas y los golpes no fueron nada extraño para mí en la niñez y la pubertad, tal vez por que siempre quería superarme físicamente, demostrar mi fuerza o mostrarme superior ante los demás.
La primera lesión “grave”, fue tan solo, en mi primer año de vida, cuando uno de mis hermanos, Camilo, con el cual tenemos una diferencia de edad de 8 años, al levantarme torció mi brazo derecho hasta tal punto que fracturo mi cúbito.
Aunque ésta fue la primera lesión por la que me enyesaron, no es la más importante para mí, pues debido a mi corta edad no recuerdo nada de lo sucedido.
Pero la segunda y mas dolorosa sí es clara en mi mente, fue cuando tenia 9 años y cursaba tercero de primaria. Ese día había llegado muy temprano al colegio, así como algunos de mis compañeros, mientras esperábamos que empezara la formación jugábamos a ver quien podía saltar más escalones, yo iba ganando hasta que un niño mayor me superó, en ese momento la campana sonó, ya era hora de formar para entrar a clase. Entonces, para recuperar mi orgullo, cuando todos ya se habían ido lo intenté una vez más. Salté más que nunca, pero al tocar los escalones mi tobillo izquierdo se dobló y caí rodando por las escaleras, en ese momento pensé sólo en que la formación ya había comenzado y no quería un regaño de mis profesores, entonces como pude y con el cuerpo totalmente adolorido me levanté y subí las dos escaleras con gran dificultad. Al llegar a la terraza, en donde se estaba llevando a cabo dicha actividad, avancé despacio hasta mi lugar en la fila, caminé como si el intenso dolor no estuviera ahí. No quería llorar, pues nunca me ha gustado llorar en público y, de hecho, ese ha sido el único día que lo he hecho, pero no en ese momento. No soportaba más el dolor y la ceremonia se me hacía eterna, como si no tuviera fin, en ese momento le dije a mi mejor amigo, Andrés, lo que había pasado, mientras terminaba de contarle no soporté más y me recargué contra la pared, una de las profesoras notó que algo sucedía y me dijo:

­­­­- ¿Qué pasa Daniel?, compórtate.

Mi amigo no tardó en contarle lo que sucedía, de inmediato me llevaron con una enfermera quien revisó todos los golpes y moretones, pero al llegar a mi pie izquierdo di un fuerte grito que se escuchó en todo el colegio. El tobillo estaba inflamado, tenía el doble de su tamaño normal y una mezcla de colores entre azul, verde, rojo, negro y morado. Pero el sufrimiento a penas empezaba, la enfermera me hizo un masaje, el dolor era tan intenso que, como nunca antes en mi vida, salían de mi boca fuertes groserías y maldiciones, de mis ojos lágrimas incontrolables se escapaban, me sentía furioso. Mis padres llegaron a recogerme, me dejaron descansar unos minutos y después salimos para la clínica; el doctor me dijo que había un serio desgarro muscular y me tenía que enyesar la pierna, de la rodilla hasta el píe. El doctor fue muy amable y eso me hizo sentir mucho mejor. Al llegar al colegio el día siguiente mis compañeros se comportaron muy bien, me ayudaban en todo, las niñas se querían sentar junto a mí, en especial Vanesa Zapata, quien, más adelante, se convertiría en mi primer gran amor.

Tenía que usar el yeso por un mes y mis actividades normales se volvieron más complejas, hasta bañarme resultaba difícil, pero al cabo de tan solo una semana me sentía mucho mejor y ya podía jugar como cualquier otro niño, el yeso no tardó en dañarse, lentamente se fue haciendo polvo. Recuerdo la cara de asombro del doctor cuando retiró el yeso, tenía un bolígrafo atrapado entre la pierna y el objeto blanco que cubría la misma para que los huesos volvieran a su sitio normal, además había rayones de bolígrafo en el yeso, por la parte interna y, para completar, éste último estaba hecho pedazos.
Esos días y esa experiencia son momentos que seguramente nunca borraré de mi memoria.