lunes, 17 de noviembre de 2008

EN MEMORIA DE...



¿Mi recuerdo triste?. Hasta hace un tiempo cuando me hice la misma pregunta no hallaba una repuesta que me convenciera, terminé por narrar experiencias infortunadas, aquellas que fueron malas pero que hoy en día ya no me hacen daño al recordarlas. Pero ahora sí hay algo, algo que al recordarlo me entristece y me produce un escalofrío por todo el cuerpo.
 
Esta historia comenzó en las vacaciones de mediados de este año, hace tan sólo 5 meses. En el primer semestre del año ocurrieron varios cambios en mi familia. Mi hermano Mauricio, el mayor de nosotros, había aceptado un traslado y ahora vivía en Medellín, yo había entrado a mi primer semestre en la universidad  y mi abuela, lastimosamente para recibir el nuevo se enfermó. 

Desde que tengo memoria, mi abuela sufre de diabetes, pero aun así nunca se dejó vencer. Cuando yo era pequeño ella siempre cuidaba su alimentación y salía a trotar todos los días una hora y media antes del amanecer; después pasaba por mí para llevarme al colegio, durante el día cuidaba de sus queridas plantas que inundaban mi casa y de sus pájaros para los cuales tenía una habitación. Además paseaba por las tardes con sus fieles perros, que la acompañaban a sus reuniones con grupos de la tercera edad y en sus ratos libres me defendía de mi hermano, Camilo -el tercero de mis hermanos- quien siempre disfrutaba de hacerme bromas pesadas.

A finales del siglo pasado, un hecho dio gran impacto en mi abuela. Su hijo, el menor y único varón que tuvo, fue asesinado al tratar de impedir que robaran su humilde zapatería. Mi abuela no quiso salir de casa por varias semanas, excepto para ir al velorio o al cementerio. Lloró muchas noches y su depresión duró meses. Ese fue el inicio del cambio. Pasaron varios meses y poco a poco fue recobrando su vitalidad, volvió a sus actividades normales pero esta vez con un mal humor casi permanente y su salud fue desmejorando poco a poco hasta que aproximadamente al final del 2002 su vista comenzó a fallar y rápidamente quedo ciega. Su vida entera dio un gran giro: la independencia a la que estaba acostumbrada se hacía cada vez más difícil; su llanto se estaba presente cada vez que tropezaba, caía o se equivocaba con tareas que para ella solían ser sencillas. Su carácter recalcitrante la motivaba a seguir saliendo y enfrentarse al mundo pero poco a poco terminó por ceder, sus salidas se hacían menos frecuentes. Sólo salía acompañada por alguna de sus amigas, por mi mamá o por mí.
Sus otras dos hijas, como siempre, despreocupadas sólo la llamaban para darle malas noticias y a lamentarse de lo duras que eran sus vidas. Esto le producía gran tristeza y de alguna manera, rencor por mi familia sobre todo por mis padres que de alguna manera tenían una vida mejor que la de mis tías.
En varias ocasiones nos dimos cuenta que mi abuela sacaba cosas de la casa para dárselas a mis tías, pero nunca quisimos hacer algún reclamo.
Las cosas siguieron empeorando poco a poco mientras todos tratábamos de aprovechar sus pocos momentos de buen humor. 

Finalmente a comienzos de este año su diabetes se volvió a manifestar, sus riñones comenzaron a fallar. Se quejaba cada noche y tuvo que ser hospitalizada desde febrero y aunque en ocasiones le daban de alta no duraba mucho tiempo antes de tener que volver a ser internada. Durante ese lapso mi mamá durmió en el hospital con ella. Yo casi no las veía. Los doctores tenían diversas opiniones de lo que se debía hacer y terminaron haciendo un conducto a través de su pierna, este se infectó y tuvo que ser retirado y hacer uno nuevo en el cuello. La herida tardó mucho en sanar, volvió a casa pero esta vez junto a un gran aparato que le proporcionaba oxigeno permanentemente.  

En casa yo estaba encargado de mi abuela, llegaba a las siete y media de la noche y ella cada vez necesitaba más de mí. Debía llevarla al baño alrededor de diez veces en la noche además de atender diferentes llamadas para acomodarla, darle agua o ayudar a satisfacer cualquier otra necesidad que se le presentara. Durante todo ese tiempo que pasamos juntos ella me agradecía y bendecía. Llegó a tener problemas como llamarme sin razón aparente y decir cosas sin sentido. Esto me afectó profundamente. Las salidas con mis amigos disminuían, mis notas eran cada vez peores y no podía prestar  atención en clase; esto me llevó a sostener varias discusiones que hoy en día me parecen estúpidas.
En medio de esa desgracia llegó una pequeña que nos alegraría a todos: mi cuñada dio a luz a Salomé, la primera hija de Camilo. 
Con esto todo parecía cambiar. Las noches de insomnio disminuían y mi abuela sonreía de nuevo.

Pero el sufrimiento de mi abuela después de esto se hizo cada vez mayor. Yo ya había terminado el semestre pero aún así no podía descansar. Todos estábamos pendientes de su salud, casi no dormíamos, estábamos exhaustos. 
Cada vez que la escuchaba quejarse o llorar le pedía a Dios -si es que hay uno- que la dejara descasar de una vez, que ya no merecía sufrir más.

Un pequeño viaje de tan solo un día propuesto por César, el segundo de mis hermanos, prometía darnos un merecido descanso a mis padres, a mi hermano y a mí. Todo estaba planeado pero mi abuela tenía que ir ese día a la diálisis, un tratamiento de por vida en el que se purifica la sangre del cuerpo, hablamos con una de mis tías quien nos respondió que estaba muy ocupada y no podía cuidar de su propia madre por un día. Entonces Camilo se ofreció a cuidar de ella.
Llegó el día del viaje y mi abuela se sentía muy mal. Intentó ir sola al baño y terminó en el piso de su habitación. La ayudamos a levantar pero llegamos a pensar que se estaba haciendo la enferma como lo había hecho en anteriores ocasiones.
Mis padres decidieron quedarse para llevarla a la clínica, pero mi hermano César, su novia, mi sobrina y yo seguiríamos según lo planeado.

Al salir de Bogotá un ambiente de tensión se sentía en el carro. Sonó el celular de mi hermano, él apagó la música y todos nos quedamos en silencio. César comenzó a subir el tono de su voz, comenzó a llorar y le dio un cabezazo al timón del automóvil mientras seguíamos en movimiento. Recobró la compostura y con voz quebradiza dijo que volveríamos lo más pronto posible.

Las preguntas de mi sobrina no se hicieron esperar, pero para mi cuñada y para mí era obvio lo que había sucedido. En ese momento sentí una mezcla de tristeza, rabia y tranquilidad porque al fin ella dejaría de sufrir. Mi sobrina, Paula, derramaba lagrimas mientras mi hermano nos contaba lo que le habían dicho.

De vuelta en casa nos encontramos con mis padres quienes iban a hacer el papeleo. Mi madre me abrazó y me contó lo ocurrido:
Después de que salimos, mi mamá se alistaba para ir al hospital mientras mi papá organizaba unos papeles. Mi mamá decidió bajar a ver a mi abuela y al entrar en el cuarto la vio acostada en la cama, un poco encogida y con la boca abierta, le habló pero ella no le respondió. Entonces mi mamá gritó a mi papá quien fue rápidamente y le tomó el pulso -a mi abuela- tras de lo que gritó fuertemente:
-¡No se vaya!, ¡no me haga esto!
Después de escuchar esto subí y me encontré con Camilo, hablamos de lo ocurrido y me dirigí a la habitación donde yacía mi querida abuela con las cobijas aun tibias y la boca abierta. Me despedí.
Mi hermano Mauricio que recibió la noticia en Medellín, nos decía que cogería el primer vuelo a Bogotá. Mientras tanto en mi casa llegaban a hacer el levantamiento del cadáver. El diagnóstico: paro respiratorio. Justo después de eso llegó mi hermano. En ese momento él parecía ser el más afectado. 

En la tarde todos nos dirigimos al velorio, allí nos reunimos con familiares y amigos. Pasaron horas en las que mi función fue consolar a  mi familia. Parecía ser que yo era el único preparado aunque me sentía débil e impotente.
Al día siguiente mis hermanos y yo llevaríamos el ataúd. Al  llegar al cementerio comenzó a llover. Uno de mis hermanos y yo habíamos reunido algunas cosas que queríamos que mi abuela llevara a la tumba: una camiseta de su equipo, Santafé; un cojín que mi difunto tío le había regalado y un monedero que siempre escondía.
Después de bajar el ataúd y cubrirlo de tierra un llanto general se apoderó del ambiente. En ese momento vinieron a mi mente los buenos momentos que pasamos juntos. Pero el choque más fuerte fue cuando la tierra bajó de nivel sorpresivamente. La mayoría no sabía porqué sucedía, pero yo no podía dejar de imaginar la tierra con su gran peso destruyendo el cajón de madera y cubriendo el cuerpo de mi abuela.

Algunos días pasaron y César se dio cuenta que el envase para el agua de la máquina para respirar de mi abuela estaba casi vacío, por lo que me preguntó: 
-¿Qué pasaría si al aparato para respirar de mi abuelita le faltase agua?
Investigué y llegué a la conclusión de que el aire sería demasiado seco y podría ahogar a una persona. La culpa nos embargó y prometimos no decirle a mi madre.

Después de dos semanas decidimos viajar. La pasamos bien y mi madre por fin sonrió y se dejo de culpar por la muerte de su madre. Pero al llegar a Bogotá, nos dieron la noticia de que mi abuelo paterno había muerto. Con él no compartí más allá que unas palabras, y era justamente eso lo que me dolía. Acompañé a mi padre, quien con inmenso dolor escuchaba cómo el sacerdote nombraba a sus medio hermanos como únicos hijos de su padre.

Cuando ya las cosas parecían mejorar, hace un mes, murieron -el mismo día-, el hermano gemelo de mi abuelo paterno y el hermano de mi abuela materna.    

Los días pasaron y por más mal que me sentí, no logré derramar una sola lágrima. Las heridas están ahí pero no sangran, reprimo mis sentimientos por mostrarme más fuerte y apoyar a mis padres, pero no me siento bien. Quiero desahogarme…


1 comentario:

Mayra dijo...

Mi primer seguidor =)

Me gusto mucho, la foto es muy bonita...Me gusta como escribes se nota que tratas de poner todo en pequeñas frases