lunes, 17 de noviembre de 2008

UNA MAÑANA PARA DESCUBRIRME

Me deslizo entre las sabanas de mi acogedora cama, mi cuerpo aun no ha entendido que ya es la hora de levantarse y en un valiente acto de voluntad desprendo mi perezoso cuerpo de las cobijas. Desde que mis pies tocan el  tibio tapete entiendo que es el inicio de un nuevo día. La oscuridad de mí cuarto ha sido espantada por el despampanante resplandor que surge de las cortinas. Me dirijo a ver el reflejo de mi cuerpo en el espejo de mi habitación, mientras tanto froto con una de mis manos mi negro, grueso, liso y rebelde pelo, para restablecer su apariencia normal. Puedo observar mi rostro, noto que mis ojos expresan una extraña energía a través de su color café. De paso, se viene a mi mente las palabras que me dijo aquella mujer sobre la extensa dimensión de mis pestañas. Ahora bien, de mis ojos paso a  observar mi nariz, esta es algo ancha en relación con rostro. Siguiendo con esta descripción, dirijo mi mirada a mis gruesos labios, pienso que estos han logrado transformar su función al compás de los años, quizás ahora le cuesta trabajo callarse, expresa los esquizofrénicos pero a la vez muy cuerdos pensamientos que divagan a veces en mi mente. Impedir que fluyan las palabras de mi boca significa encarcelar la libertad de mis ideologías, significa enjaular  las  hermosas alas  que  le dan vuelo al espíritu que me conforma.

Ahora bien, siguiendo con mi rutina me dirijo al baño, y paso a paso me fijo en   mis piernas, aquellas largas y fuertes extremidades que me permiten desplazarme con facilidad cada día. Mientas me baño me doy cuenta que tengo un equilibrado tono de piel, una amalgama de tonos trigueños herencia de mi madre.

Al salir de la ducha pongo mis grandes pies sobre una pequeña  toalla, veo como delicadas gotas se deslizan por mis largos y delgados brazos hasta llegar a mi subes manos, con las que me encanta crear cosas nuevas cada día.

Comienzo a vestirme y detallo cada marca que fue testigo de juegos, raspones, caídas y demás. Doy una última mirada al espejo, me dio cuenta de que he cambiado mucho en muy poco tiempo y que la imagen que hoy veo cambiara poco a poco hasta que no quede nada de lo que hoy soy. 

EN MEMORIA DE...



¿Mi recuerdo triste?. Hasta hace un tiempo cuando me hice la misma pregunta no hallaba una repuesta que me convenciera, terminé por narrar experiencias infortunadas, aquellas que fueron malas pero que hoy en día ya no me hacen daño al recordarlas. Pero ahora sí hay algo, algo que al recordarlo me entristece y me produce un escalofrío por todo el cuerpo.
 
Esta historia comenzó en las vacaciones de mediados de este año, hace tan sólo 5 meses. En el primer semestre del año ocurrieron varios cambios en mi familia. Mi hermano Mauricio, el mayor de nosotros, había aceptado un traslado y ahora vivía en Medellín, yo había entrado a mi primer semestre en la universidad  y mi abuela, lastimosamente para recibir el nuevo se enfermó. 

Desde que tengo memoria, mi abuela sufre de diabetes, pero aun así nunca se dejó vencer. Cuando yo era pequeño ella siempre cuidaba su alimentación y salía a trotar todos los días una hora y media antes del amanecer; después pasaba por mí para llevarme al colegio, durante el día cuidaba de sus queridas plantas que inundaban mi casa y de sus pájaros para los cuales tenía una habitación. Además paseaba por las tardes con sus fieles perros, que la acompañaban a sus reuniones con grupos de la tercera edad y en sus ratos libres me defendía de mi hermano, Camilo -el tercero de mis hermanos- quien siempre disfrutaba de hacerme bromas pesadas.

A finales del siglo pasado, un hecho dio gran impacto en mi abuela. Su hijo, el menor y único varón que tuvo, fue asesinado al tratar de impedir que robaran su humilde zapatería. Mi abuela no quiso salir de casa por varias semanas, excepto para ir al velorio o al cementerio. Lloró muchas noches y su depresión duró meses. Ese fue el inicio del cambio. Pasaron varios meses y poco a poco fue recobrando su vitalidad, volvió a sus actividades normales pero esta vez con un mal humor casi permanente y su salud fue desmejorando poco a poco hasta que aproximadamente al final del 2002 su vista comenzó a fallar y rápidamente quedo ciega. Su vida entera dio un gran giro: la independencia a la que estaba acostumbrada se hacía cada vez más difícil; su llanto se estaba presente cada vez que tropezaba, caía o se equivocaba con tareas que para ella solían ser sencillas. Su carácter recalcitrante la motivaba a seguir saliendo y enfrentarse al mundo pero poco a poco terminó por ceder, sus salidas se hacían menos frecuentes. Sólo salía acompañada por alguna de sus amigas, por mi mamá o por mí.
Sus otras dos hijas, como siempre, despreocupadas sólo la llamaban para darle malas noticias y a lamentarse de lo duras que eran sus vidas. Esto le producía gran tristeza y de alguna manera, rencor por mi familia sobre todo por mis padres que de alguna manera tenían una vida mejor que la de mis tías.
En varias ocasiones nos dimos cuenta que mi abuela sacaba cosas de la casa para dárselas a mis tías, pero nunca quisimos hacer algún reclamo.
Las cosas siguieron empeorando poco a poco mientras todos tratábamos de aprovechar sus pocos momentos de buen humor. 

Finalmente a comienzos de este año su diabetes se volvió a manifestar, sus riñones comenzaron a fallar. Se quejaba cada noche y tuvo que ser hospitalizada desde febrero y aunque en ocasiones le daban de alta no duraba mucho tiempo antes de tener que volver a ser internada. Durante ese lapso mi mamá durmió en el hospital con ella. Yo casi no las veía. Los doctores tenían diversas opiniones de lo que se debía hacer y terminaron haciendo un conducto a través de su pierna, este se infectó y tuvo que ser retirado y hacer uno nuevo en el cuello. La herida tardó mucho en sanar, volvió a casa pero esta vez junto a un gran aparato que le proporcionaba oxigeno permanentemente.  

En casa yo estaba encargado de mi abuela, llegaba a las siete y media de la noche y ella cada vez necesitaba más de mí. Debía llevarla al baño alrededor de diez veces en la noche además de atender diferentes llamadas para acomodarla, darle agua o ayudar a satisfacer cualquier otra necesidad que se le presentara. Durante todo ese tiempo que pasamos juntos ella me agradecía y bendecía. Llegó a tener problemas como llamarme sin razón aparente y decir cosas sin sentido. Esto me afectó profundamente. Las salidas con mis amigos disminuían, mis notas eran cada vez peores y no podía prestar  atención en clase; esto me llevó a sostener varias discusiones que hoy en día me parecen estúpidas.
En medio de esa desgracia llegó una pequeña que nos alegraría a todos: mi cuñada dio a luz a Salomé, la primera hija de Camilo. 
Con esto todo parecía cambiar. Las noches de insomnio disminuían y mi abuela sonreía de nuevo.

Pero el sufrimiento de mi abuela después de esto se hizo cada vez mayor. Yo ya había terminado el semestre pero aún así no podía descansar. Todos estábamos pendientes de su salud, casi no dormíamos, estábamos exhaustos. 
Cada vez que la escuchaba quejarse o llorar le pedía a Dios -si es que hay uno- que la dejara descasar de una vez, que ya no merecía sufrir más.

Un pequeño viaje de tan solo un día propuesto por César, el segundo de mis hermanos, prometía darnos un merecido descanso a mis padres, a mi hermano y a mí. Todo estaba planeado pero mi abuela tenía que ir ese día a la diálisis, un tratamiento de por vida en el que se purifica la sangre del cuerpo, hablamos con una de mis tías quien nos respondió que estaba muy ocupada y no podía cuidar de su propia madre por un día. Entonces Camilo se ofreció a cuidar de ella.
Llegó el día del viaje y mi abuela se sentía muy mal. Intentó ir sola al baño y terminó en el piso de su habitación. La ayudamos a levantar pero llegamos a pensar que se estaba haciendo la enferma como lo había hecho en anteriores ocasiones.
Mis padres decidieron quedarse para llevarla a la clínica, pero mi hermano César, su novia, mi sobrina y yo seguiríamos según lo planeado.

Al salir de Bogotá un ambiente de tensión se sentía en el carro. Sonó el celular de mi hermano, él apagó la música y todos nos quedamos en silencio. César comenzó a subir el tono de su voz, comenzó a llorar y le dio un cabezazo al timón del automóvil mientras seguíamos en movimiento. Recobró la compostura y con voz quebradiza dijo que volveríamos lo más pronto posible.

Las preguntas de mi sobrina no se hicieron esperar, pero para mi cuñada y para mí era obvio lo que había sucedido. En ese momento sentí una mezcla de tristeza, rabia y tranquilidad porque al fin ella dejaría de sufrir. Mi sobrina, Paula, derramaba lagrimas mientras mi hermano nos contaba lo que le habían dicho.

De vuelta en casa nos encontramos con mis padres quienes iban a hacer el papeleo. Mi madre me abrazó y me contó lo ocurrido:
Después de que salimos, mi mamá se alistaba para ir al hospital mientras mi papá organizaba unos papeles. Mi mamá decidió bajar a ver a mi abuela y al entrar en el cuarto la vio acostada en la cama, un poco encogida y con la boca abierta, le habló pero ella no le respondió. Entonces mi mamá gritó a mi papá quien fue rápidamente y le tomó el pulso -a mi abuela- tras de lo que gritó fuertemente:
-¡No se vaya!, ¡no me haga esto!
Después de escuchar esto subí y me encontré con Camilo, hablamos de lo ocurrido y me dirigí a la habitación donde yacía mi querida abuela con las cobijas aun tibias y la boca abierta. Me despedí.
Mi hermano Mauricio que recibió la noticia en Medellín, nos decía que cogería el primer vuelo a Bogotá. Mientras tanto en mi casa llegaban a hacer el levantamiento del cadáver. El diagnóstico: paro respiratorio. Justo después de eso llegó mi hermano. En ese momento él parecía ser el más afectado. 

En la tarde todos nos dirigimos al velorio, allí nos reunimos con familiares y amigos. Pasaron horas en las que mi función fue consolar a  mi familia. Parecía ser que yo era el único preparado aunque me sentía débil e impotente.
Al día siguiente mis hermanos y yo llevaríamos el ataúd. Al  llegar al cementerio comenzó a llover. Uno de mis hermanos y yo habíamos reunido algunas cosas que queríamos que mi abuela llevara a la tumba: una camiseta de su equipo, Santafé; un cojín que mi difunto tío le había regalado y un monedero que siempre escondía.
Después de bajar el ataúd y cubrirlo de tierra un llanto general se apoderó del ambiente. En ese momento vinieron a mi mente los buenos momentos que pasamos juntos. Pero el choque más fuerte fue cuando la tierra bajó de nivel sorpresivamente. La mayoría no sabía porqué sucedía, pero yo no podía dejar de imaginar la tierra con su gran peso destruyendo el cajón de madera y cubriendo el cuerpo de mi abuela.

Algunos días pasaron y César se dio cuenta que el envase para el agua de la máquina para respirar de mi abuela estaba casi vacío, por lo que me preguntó: 
-¿Qué pasaría si al aparato para respirar de mi abuelita le faltase agua?
Investigué y llegué a la conclusión de que el aire sería demasiado seco y podría ahogar a una persona. La culpa nos embargó y prometimos no decirle a mi madre.

Después de dos semanas decidimos viajar. La pasamos bien y mi madre por fin sonrió y se dejo de culpar por la muerte de su madre. Pero al llegar a Bogotá, nos dieron la noticia de que mi abuelo paterno había muerto. Con él no compartí más allá que unas palabras, y era justamente eso lo que me dolía. Acompañé a mi padre, quien con inmenso dolor escuchaba cómo el sacerdote nombraba a sus medio hermanos como únicos hijos de su padre.

Cuando ya las cosas parecían mejorar, hace un mes, murieron -el mismo día-, el hermano gemelo de mi abuelo paterno y el hermano de mi abuela materna.    

Los días pasaron y por más mal que me sentí, no logré derramar una sola lágrima. Las heridas están ahí pero no sangran, reprimo mis sentimientos por mostrarme más fuerte y apoyar a mis padres, pero no me siento bien. Quiero desahogarme…


¡AGUAS, AGUAS!

Gritos, juegos, diversión, travesuras e inocencia, fueron los componentes de mi niñez, esa que misma que pasó rápido y casi desapercibida, y digo esto porque siempre me caracterizaba por ser un niño algo engreído y serio a comparación  de mis compañeros. Tal vez todo eso se deba a que tengo tres hermanos mayores y nunca quería verme como tan solo un niño al lado de ellos.

En los primeros años de colegio fui un gran dolor de cabeza para los profesores y  algunos compañeros. Me sentía como un héroe defendiendo a otros niños aunque la mayoría de mis actos terminaba perjudicando a alguien y yo en la rectoría.

Si las guerras en el mundo fueran como la que libramos mis compañeros y yo durante las primeras semanas de clase, del primer año de bachillerato, es decir, sexto grado; seguramente el mundo sería un gran jardín de hombres que dejan escapar su espíritu de infantil.

Dicha batalla con mis compañeros comenzó con un inmenso obsequio que traía uno de ellos, una bolsa repleta de globos de caucho. Como teníamos dos descansos resolvimos utilizar el segundo para emplear aquellos globos en algún juego que nos hiciera pasar el tiempo con risas y diversión. Una vez llegada la hora decidimos utilizar los globos como granadas con agua a cambio de pólvora. Nuestra misión: mojar a algún descuidado estudiante, más tarde encontramos el blanco, niños del mismo grado nuestro pero de otro curso.

Lance la primera granada sobre la cabeza de uno de ellos, explotó y lo mojó exitosamente, primer objetivo cumplido.

Segunda granada, pero a diferencia de la primera esta no tuvo un buen final, el globo cayó pero no explotó, ellos lo tomaron como arma de contraataque y así comenzó una batalla campal, en la que cualquier cosa con que se pudiera transportar agua era válida como arma.

Así continuó la guerra inocente por largo tiempo, sólo finalizó cuando el personal de seguridad nos escoltó hasta los diferentes salones donde ya habían comenzado las clases hacia tiempo. La profesora tenía un aspecto furibundo por nuestra tardanza, pero no pudo evitar dejar escapar una sonrisa por mi aspecto, pues yo estaba completamente empapado de pies a cabeza. De mi uniforme caían gotas por todos lados, quizá de forma rítmica, tantas gotas caían que, al finalizar la clase bajo mi asiento había un inmenso charco.

Pero como en toda batalla, por más inocente que sea, hay caídos, yo fui uno, pues tuve un fuerte resfrío durante varios días.

Aun sin mí la guerra continuo y por más medidas que tomaron las directivas la guerra no se detuvo  y por el contrario continuó hasta el punto de convertirse en una tradición en mi colegio. En la que los estudiantes de sexto de bachillerato para comenzar el año escolar, hacen una pequeña batalla como la que tuve hace años, en la experiencia que para mi le daría el punto final a mi niñez.

UN VIAJE FATAL

La verdad no sé si lo que sigue sea una anécdota familiar, pero es un relato que mi papá y yo siempre contamos en las reuniones familiares.

Estábamos camino a Manizales, íbamos al parque nacional los nevados, mi padre y yo, como era costumbre viajamos solos, aunque en esta ocasión y  no sé por qué motivo, nos hacia compañía un sacerdote.
El viaje era largo, pero ya estábamos cerca a nuestro destino, en el aire se percibía el aroma de los nevados.

Una leve llovizna rodeo la camioneta en la que viajábamos, una Ford Bronco de color blanco, y estábamos a aproximadamente 2.800 metros sobre el nivel del mar.

Todo el viaje había sido muy tranquilo hasta que, en una curva, la camioneta se deslizó y dio varios giros, las cámaras, los micrófonos y demás equipo que transportábamos nos golpeaban y rebotaban por todos lados.
El ruido que producía la fricción de la llantas con el pavimento era insoportable, pero todo quedo en silesio cuando mi papá gritó:

-¡Jueputa!, ¡Nos fuimos!

En ese momento sentí que no saldríamos con vida y solo me imaginaba como reaccionaria el resto de la familia con una tragedia de ese tipo.

De repente la camioneta se detuvo. Nuestros cuerpos, al igual que títeres parecían incapaces de moverse a voluntad.

Al abrir los ojos me di cuenta que el carro estaba inclinado hacia atrás, al salir del mismo, nos quedamos asombrados al ver que estábamos al borde de un precipicio de por lo menos, 50 metros; la caída había sido detenida por un montón de tierra y arena, justo al lado de un muro de contención, además las llantas delanteras habían quedado suspendidas en el aire.

Las plegarias del sacerdote no se hicieron esperar, le agradecía a Dios por salvarnos y finalmente un camionero engancho la camioneta y la alejo de vacío. Seguimos nuestro camino mientras tratábamos de asimilar lo que había sucedido.

MI COMPAÑERO DE JUEGOS

Tardes en que mis rodillas tocaban el suelo mientras veía televisión y caminaba descalzo por mi casa, fueron momentos que marcaron mi infancia. Comienzo a recordar los juguetes que me acompañaron en esos momentos, pero hay uno en especial, un carro negro, un Ferrari de Hotwheels que era parte de una colección de 50 carros, que fue el testigo de casi todos mis juegos. Desde que era muy pequeño jugué con él, aunque en ocasiones lo apartaba de los otros juegos por miedo a que alguno de esos choques produjera que mi querido carro negro se dañara.
Aún lo conservo, creo que es el único símbolo verídico de lo que fue en mi niñez y todavía hoy tiene un lugar importante en mi vida.

MI QUERIDO RÍO AMAZONAS

Recuerdos felices, hay muchos, pero pocos son tan especiales como para contarlos a los demás. Reviso una caja de fotografías y encuentro una que me gusta en especial, fue tomada en una selva, salgo con mico en mi hombro.

Ahora recuerdo lo especial de ese viaje. Fue en año 1996 y ya llevaba cuatro meses sin ver a mi padre, su presencia ya hacía falta entre mi familia, un día después de un una jornada escolar encontré a una de mis tías sentada en mi cama y rodeada de maletas la cual me dijo:

-       ¿Listo?

-       Listo ¿para que?

-       Para ver a tu padre.

Mi alegría  fue indescriptible. Al día siguiente salimos muy temprano para tomar el primer vuelo a Leticia, la ciudad más cercana a la reserva natural donde estaba trabajando, en el avión solo podía pensar en que cada vez estábamos más cerca de él.

Cuando bajamos del avión noté que se acercaba rápidamente un jeep en el  estaba mi papá.

Un fuerte abrazo rompió con el silencio y la quietud absurda de los primeros instantes del reencuentro; seguía avanzando el día y dimos un corto vistazo a la  ciudad, nos dirigimos al puerto donde tomaríamos una lancha hasta Amacayacu, el parque natural, en camino por el río amazonas presenciamos uno de los espectáculos más grandiosos y bellos, pude ver a los delfines rosados escoltándonos en nuestro camino a las cabañas.

Más adelante descubrí un sitio espectacular, escondido entre los árboles y cerca a la orilla del río,  eran las cabañas en las que iba a pasar casi dos meses una estructura que para ese entonces me parecería majestuosa estaba separada a dos metros del suelo y completamente hecha en madera. En ese momento y después de que mi padre nos mostrara las instalaciones y el personal que estaba  a su cargo, comenzaría la que hasta hoy para mí ha sido la aventura mas grade de mi vida.

Fue un viaje espectacular en el que conocí indígenas, compartí con otras culturas, aprendí nuevas cosas y tuve la oportunidad de observar animales como: serpientes, micos, papagayos, tucanes, delfines, jaguares, pirañas, escorpiones, tarántulas y otros.

Fue un momento de la vida donde dos de mis grandes amores, mis seres queridos y la naturaleza estuvieron ligados de una forma increíble.

DESCRIPCIÓN PSICOLÓGICA


Soy minuciosamente detallista, muy buen conversador, fanático de la música y el cine, amante desenfrenado de las mujeres, tengo adicciones al arte y al dibujo, por eso me considero esclavo pero a la vez señor del cualquier lápiz y papel que se estrelle con mis manos. Disfruto viajar, amo los paisajes llaneros, los hermosos océanos, las grandes montañas y la densa selva amazónica, solo espero seguir teniendo la oportunidad de recorrer cada arruga, mancha y esquina del mundo. Estoy ciegamente seducido por la fotografía. Siempre digo que no es necesario estar dormido para ser un gran soñador, sí, me encanta y me dejo envolver por mis sueños, mis metas y expectativas de vida. Soy amable, sincero, sociable, amistoso, de buen humor, sensible, impaciente y creativo.

jueves, 29 de mayo de 2008

GOLPES Y TROPIEZOS

Las caídas y los golpes no fueron nada extraño para mí en la niñez y la pubertad, tal vez por que siempre quería superarme físicamente, demostrar mi fuerza o mostrarme superior ante los demás.
La primera lesión “grave”, fue tan solo, en mi primer año de vida, cuando uno de mis hermanos, Camilo, con el cual tenemos una diferencia de edad de 8 años, al levantarme torció mi brazo derecho hasta tal punto que fracturo mi cúbito.
Aunque ésta fue la primera lesión por la que me enyesaron, no es la más importante para mí, pues debido a mi corta edad no recuerdo nada de lo sucedido.
Pero la segunda y mas dolorosa sí es clara en mi mente, fue cuando tenia 9 años y cursaba tercero de primaria. Ese día había llegado muy temprano al colegio, así como algunos de mis compañeros, mientras esperábamos que empezara la formación jugábamos a ver quien podía saltar más escalones, yo iba ganando hasta que un niño mayor me superó, en ese momento la campana sonó, ya era hora de formar para entrar a clase. Entonces, para recuperar mi orgullo, cuando todos ya se habían ido lo intenté una vez más. Salté más que nunca, pero al tocar los escalones mi tobillo izquierdo se dobló y caí rodando por las escaleras, en ese momento pensé sólo en que la formación ya había comenzado y no quería un regaño de mis profesores, entonces como pude y con el cuerpo totalmente adolorido me levanté y subí las dos escaleras con gran dificultad. Al llegar a la terraza, en donde se estaba llevando a cabo dicha actividad, avancé despacio hasta mi lugar en la fila, caminé como si el intenso dolor no estuviera ahí. No quería llorar, pues nunca me ha gustado llorar en público y, de hecho, ese ha sido el único día que lo he hecho, pero no en ese momento. No soportaba más el dolor y la ceremonia se me hacía eterna, como si no tuviera fin, en ese momento le dije a mi mejor amigo, Andrés, lo que había pasado, mientras terminaba de contarle no soporté más y me recargué contra la pared, una de las profesoras notó que algo sucedía y me dijo:

­­­­- ¿Qué pasa Daniel?, compórtate.

Mi amigo no tardó en contarle lo que sucedía, de inmediato me llevaron con una enfermera quien revisó todos los golpes y moretones, pero al llegar a mi pie izquierdo di un fuerte grito que se escuchó en todo el colegio. El tobillo estaba inflamado, tenía el doble de su tamaño normal y una mezcla de colores entre azul, verde, rojo, negro y morado. Pero el sufrimiento a penas empezaba, la enfermera me hizo un masaje, el dolor era tan intenso que, como nunca antes en mi vida, salían de mi boca fuertes groserías y maldiciones, de mis ojos lágrimas incontrolables se escapaban, me sentía furioso. Mis padres llegaron a recogerme, me dejaron descansar unos minutos y después salimos para la clínica; el doctor me dijo que había un serio desgarro muscular y me tenía que enyesar la pierna, de la rodilla hasta el píe. El doctor fue muy amable y eso me hizo sentir mucho mejor. Al llegar al colegio el día siguiente mis compañeros se comportaron muy bien, me ayudaban en todo, las niñas se querían sentar junto a mí, en especial Vanesa Zapata, quien, más adelante, se convertiría en mi primer gran amor.

Tenía que usar el yeso por un mes y mis actividades normales se volvieron más complejas, hasta bañarme resultaba difícil, pero al cabo de tan solo una semana me sentía mucho mejor y ya podía jugar como cualquier otro niño, el yeso no tardó en dañarse, lentamente se fue haciendo polvo. Recuerdo la cara de asombro del doctor cuando retiró el yeso, tenía un bolígrafo atrapado entre la pierna y el objeto blanco que cubría la misma para que los huesos volvieran a su sitio normal, además había rayones de bolígrafo en el yeso, por la parte interna y, para completar, éste último estaba hecho pedazos.
Esos días y esa experiencia son momentos que seguramente nunca borraré de mi memoria.